Dado que hace unos días el nombre del filósofo alemán fue invocado –sin
estar en el programa de partido político alguno– durante un debate
electoral, planteamos la ucronía de imaginar qué votaría uno de los
pensadores que inspiraron la Ilustración. Elector exigente que partía
del principio de que la libertad es el fundamento de la política, guió
las democracias futuras.
![]() | |||
La máxima de Kant fue que la buenas acciones se basan en la buena voluntad. |
Si aceptamos que Mariano Rajoy, Pedro
Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias son defensores de la Ilustración
–aunque sea sin saberlo–, es decir, que creen que la razón arroja
luz allí donde la oscuridad quiere imponerse, también se debería admitir
que, siguiendo a Kant, la pereza y la cobardía son los mayores
impedimentos para que el pensamiento crítico y libre pueda
desarrollarse. En esto, todos los políticos liberales, incluidos los
practicantes de la socialdemocracia clásica, diríamos que tienen algo
kantiano, aunque también ignorándolo: hacer prevalecer el peso de los
hechos –lo que en germánica expresión se denomina «realpolitik»– y el
mandato del deber sobre supersticiones metafísicas altas en colesterol
(sea nacionalismo, fundamentalismo religioso, ecologismo primitivista o
marximo-indignadísimo). ¿A quién votaría Emmanuel Kant sabiendo que el
miedo y la apatía son valores de nuestro tiempo? Pero tengamos compasión
con el profesor, pues, aún celebrando la llegada de la Revolución
Francesa, nunca vivió en un régimen parlamentario con derecho a voto.
Aún así, todo indica que siempre hizo lo que le dio la gana y fue
moderadamente feliz. Ahora bien, nunca dejó de trabajar.
En 1755, con 31 años, presentó su disertación en la Universidad de Königsberg, «Meditaciones sucintas sobre el fuego»,
lo que da pie a entender que para él no había límites del conocimiento
ni del esfuerzo, algo que hubiera puesto en pie de guerra al gremio de
profesores universitarios (campus de Somosaguas). Empezaba sus clases a
las 7 de la mañana, de lógica, metafísica, ética, geografía, minerología
–dado que se le encomendó el cuidado de la colección de rocas y
minerales de la universidad–, además de impartir un curso diario sobre
la enciclopedia. En total, veintidós horas semanales, incluidos sábados.
No se computan las clases particulares –necesarias para vivir
dignamente y pagarse un sirviente que le pudiese despertar a las cinco
menos cinco de la mañana–, ni el tiempo que dedicaba a sus libros. Aun
así no quiso ser decano, ni formar parte del Senado, que velaba por el
buen funcionamiento académico. Jamás quiso apoltronarse. Pablo Iglesias
se las tendría que haber visto con Federico II, que había impuesto para
obtener el cargo de profesor la obligación de mantener tres defensas
públicas. Y, claro está, no hubiese permitido que docente prusiano
alguno se pluriempleara como consejero de Rusia, por citar a su peor
enemigo, como otros asesoran a Venezuela. Iglesias no aguantaría un
examen de Kant porque desconoce algo fundamental: sólo un buen principio
asegura una buena acción. Y de principios parece estar escaso.
Si
un día nos encontrásemos paseando a Kant por una calle de cualquier
ciudad española, lo primero que nos llamaría la atención es cómo alguien
de su agudeza y perseverancia intelectual podía ser tan bajito. Medía
1,57, aunque su estatura fuese inversamente proporcional a su atractivo:
ojos claros, pelo rubio, indumentaria nunca vista en un académico y,
sobre todo, con una conversación e ingenio que hizo que durante treinta
años fuera invitado asiduo del conde Keyserlingk y, de manera especial,
de la condesa.
Si Pedro Sánchez se cruzase con él durante una
protesta de indignados y éste mostrase su admiración, sería imposible
mantener una conversación, porque Kant nunca aceptaría que se alterase
un principio que sustenta el «orden civil justo». Le preguntaría: «Oiga,
joven, agáchese un momento: si el poder político no cumple con su
obligación, ¿cree que tenemos derecho a derrocarlo?». Sánchez
contestaría que sí, sobre todo si gobierna el PP. Kant se vería obligado
a aclararle un par de cuestiones: absoluta libertad en el pensamiento y
absoluta obediencia en los actos. Y si Sánchez le contestase: «¡Es
usted un conformista!», el profesor le replicaría: «Son los ciudadanos
los que han aceptado firmar un contrato con el gobernante y, por lo
tanto, consienten voluntariamente que alguien los gobierne. Pueden estar
todos juntos y contagiarse las enfermedades, o manifestarse, como dice
usted, pero nunca derrocar a un gobierno libremente elegido».
Casto y educado
Kant
era un hombre mundano, aunque muy ajustado al presupuesto y a sus
ideas. Era un hombre de su tiempo, tal vez por eso nunca se casó e,
incluso, no mantuvo relación sexual alguna, según sus documentadas
biografías, algo que hoy sería incomprensible en un profesor
universitario, pero que en su tiempo era bastante común. Consideraba que
atender a sus deseos sexuales no era lo más importante. No fue un
misógino intratable; al contrario, en sus charlas de salón, siempre
estaba rodeado de mujeres atentas a sus argucias intelectuales,
encantadas por su educación y trato sencillo. De presentarse un día en
una de estas veladas con la condesa Keyserlingk al apuesto Albert
Rivera, con sus dos manitas juntas estirándose las mangas, dispuesto a
encantarlos con la existencia de un punto de ecuanimidad y perfección
que creía haber alcanzado, sería una pieza fácil de cazar. Decía,
además, saber cómo acabar con la corrupción e iniciar la regeneración
del alma pecadora. Kant no podía seguirle en este viaje hacia el Edén.
Primero porque una de sus crisis intelectuales más fuertes fue cuando
comprendió que la razón y los sentidos no podían ir juntos. Es decir,
nuestros principios morales pueden ir en contra de los racionales, que,
aunque nadie quiera hacer el mal, si no existe una «razón pura» –esta
cuestión se dedicó el resto de su vida–, las buenas intenciones no
sirven de nada, incluso pueden ser nefastas.
Ni al propio Kant le fue mal durante la invasión rusa de Prusia tras la Guerra de los Siete Años. En Köningsber, la gente recibió con alegría al Ejército ruso, la vida cultural de la ciudad cambió, circulaba el dinero, se puso fin a viejas costumbres folclóricas y empezaron a apreciar lo bello y refinado del buen vivir. Allí estaba Kant, adaptado y traicionando con mucho gusto a los que querían conservar sus estamentos. Alguien se preguntará, pero ¿Kant era conservador o liberal? En lo privado fue conservador y, en sus ideas, liberal. ¿Y por eso no se casó? No quiso casarse porque aplicó la razón. En una ocasión alguien de su familia le puso a una dama a tiro, pero él rechazó la oferta después de calcular ingresos y gastos: no le salieron los números y desechó la oferta. Su caso fue el de muchos intelectuales de la época, que mantuvieron el celibato por no poder mantener a esposa e hijos. A Kant nunca se le ocurrió escribir la «Crítica de la mujer pura», aunque era tal su espíritu de sentirse un hombre más, que no desentonara en una taberna de campesinos –dijo que ésa era la esencia del buen filósofo–, sí se propuso redactar la «Crítica del arte de cocinar».
Imaginemos que Mariano Rajoy aparece por el restaurante donde Kant comió durante treinta años todos los días a la misma hora y, viéndole despistado, el filósofo le ofrece sentarse en su mesa. Rajoy le pregunta si sabe qué ha hecho el Real Madrid, pero el profesor no entiende su pregunta. Kant le reprocha su hedonismo, aunque observa con agrado su interés por lo que a su vez le interesa al común de los humanos. Siempre es un buen principio. Además, observa que come con gana, un detalle que Kant valora, pues agradecía cuando el menú estaba de su gusto: bien hecha la carne, buen pan y buen vino. Si algo detestaba Kant era la extravagancia, la gente que quería ser especial, la sofisticación. Así que a lo largo de su vida comió con gente de todo pelaje y condición, lo que ponía en entredicho la imagen que él mismo ayudó a construir: alguien monótono, pero sólo de las cosas buenas.
Ni al propio Kant le fue mal durante la invasión rusa de Prusia tras la Guerra de los Siete Años. En Köningsber, la gente recibió con alegría al Ejército ruso, la vida cultural de la ciudad cambió, circulaba el dinero, se puso fin a viejas costumbres folclóricas y empezaron a apreciar lo bello y refinado del buen vivir. Allí estaba Kant, adaptado y traicionando con mucho gusto a los que querían conservar sus estamentos. Alguien se preguntará, pero ¿Kant era conservador o liberal? En lo privado fue conservador y, en sus ideas, liberal. ¿Y por eso no se casó? No quiso casarse porque aplicó la razón. En una ocasión alguien de su familia le puso a una dama a tiro, pero él rechazó la oferta después de calcular ingresos y gastos: no le salieron los números y desechó la oferta. Su caso fue el de muchos intelectuales de la época, que mantuvieron el celibato por no poder mantener a esposa e hijos. A Kant nunca se le ocurrió escribir la «Crítica de la mujer pura», aunque era tal su espíritu de sentirse un hombre más, que no desentonara en una taberna de campesinos –dijo que ésa era la esencia del buen filósofo–, sí se propuso redactar la «Crítica del arte de cocinar».
Imaginemos que Mariano Rajoy aparece por el restaurante donde Kant comió durante treinta años todos los días a la misma hora y, viéndole despistado, el filósofo le ofrece sentarse en su mesa. Rajoy le pregunta si sabe qué ha hecho el Real Madrid, pero el profesor no entiende su pregunta. Kant le reprocha su hedonismo, aunque observa con agrado su interés por lo que a su vez le interesa al común de los humanos. Siempre es un buen principio. Además, observa que come con gana, un detalle que Kant valora, pues agradecía cuando el menú estaba de su gusto: bien hecha la carne, buen pan y buen vino. Si algo detestaba Kant era la extravagancia, la gente que quería ser especial, la sofisticación. Así que a lo largo de su vida comió con gente de todo pelaje y condición, lo que ponía en entredicho la imagen que él mismo ayudó a construir: alguien monótono, pero sólo de las cosas buenas.
Fiel a los principios
Uno
de los ensayos de madurez de Kant fue la «Fundamentación de la
metafísica de las costumbres», un texto con el que quiso buscar los
principios en los que se basa la moralidad, de manera que los valores
que mueven a las personas son los que aseguran una buena acción.
«‘‘Freund’’ Mariano –le dijo Kant–, la buena voluntad mueve al mundo
porque no basta con ser inteligente, sino el uso que se haga de esa
inteligencia». Le pidió a Rajoy si tenía alguna pregunta que hacerle.
«Sí, ‘‘maître à pensier’’: dicen que soy aburrido, ¿qué puedo hacer?».
Kant le dijo que de él también se dice y a continuación le preguntó si
tenía principios, a lo que Rajoy contestó que algunos. «Pues sea fiel a
ellos, lo demás no importa; nunca actúe por satisfacer a nadie: haga lo
que haga, que sea porque es su deber. La clave está en pasárselo bien
con uno mismo».
La charla continuó y cuál fue la sorpresa de Rajoy cuando Kant le confesó que hasta los 59 años no tuvo casa propia porque nadie se hace rico con la filosofía y el trabajo. Tuvo un sirviente durante cuarenta años, Martin Lampe de nombre, que fue militar prusiano, quien asistió a la creación de una de las obras más grandes de la filosofía. Kant le dejó una buena pensión y le puso una condición en el contrato: que nunca se casara. Es a Lampe a quien habría que preguntar qué votaría.
Fuente: La Razón
La charla continuó y cuál fue la sorpresa de Rajoy cuando Kant le confesó que hasta los 59 años no tuvo casa propia porque nadie se hace rico con la filosofía y el trabajo. Tuvo un sirviente durante cuarenta años, Martin Lampe de nombre, que fue militar prusiano, quien asistió a la creación de una de las obras más grandes de la filosofía. Kant le dejó una buena pensión y le puso una condición en el contrato: que nunca se casara. Es a Lampe a quien habría que preguntar qué votaría.
Fuente: La Razón
No hay comentarios:
Publicar un comentario